Ultraventuras

El hermano menor

May 12, 2019

Tres años hace desde que mi hermano partió hacia la frontera y nunca recibimos ninguna carta. Al principio aún parecían tolerables mis excusas, que daba sin que nadie me las pidiera. Al fin y al cabo somos de pastas diferentes, no todos los hombres nacen iguales. Él siempre subía al árbol más alto y desde allí me animaba a intentar trepar por las ramas bajas. Siempre me trató bien. Pero hacía tiempo que se evitaba su nombre en mi presencia. Dejaron de preguntar por él y si preguntaban no era a mí. El silencio de los demás muchachos al entrar en el almacén a la hora del almuerzo se me hacía evidente. Intenté dos o tres veces decir que estaba seguro de que volvería, que era tontería salir a buscarle sin saber más que el nombre de un pueblo de la frontera, pero asintieron y pasaron a hablar de otras cosas. Tomé la costumbre de almorzar antes que los demás y luego seguía a mis faenas. Pasaba los domingos solo, pero me llegaba el rumor de los demás desde mi ventana y todo me era ajeno. Mi madre, que antes de su partida nunca quiso que siguiera sus pasos, tampoco después me lo pidió nunca y, sin embargo, con el tiempo pasé a visitarla apenas una vez por semana, después aún con menos frecuencia, sin que nunca me lo recriminara. La última vez me pidió que dejase unas cosas en el establo. No estaba el caballo de mi hermano, pues lo habían vendido. Yo no estuve en la subasta, tenía otra cosa que hacer, no recuerdo el qué. Allí en la madera estaban las marcas que hacíamos con carbón marcando nuestra altura en cada cumpleaños. Me planté junto a las suyas. Ya era más alto que la última que dejó un mes antes de su partida.

Pocos días después, jugando a los dados, me pareció que dos de los chicos de su cuadrilla se reían de mí. Yo hacía tiempo que no bebía vino y no puedo asegurar si era así, pero les reproché a gritos que por qué no iban ellos en su busca y me dejaban en paz. Me hervía la sangre, pero se marcharon dejándome solo con tres parroquianos que seguían a lo suyo. Apenas pude dormir. Al día siguiente partí hacia la frontera. No dije nada a mi madre, ni nadie me vino a despedir, como era de esperar.

Bastan unos pocos días de viaje para que el cielo parezca más grande y la tierra más mezquina, pues entre aquellos hombres que veía no quedaba ya nada de mis recuerdos de infancia, sino que iba apoderándose del mundo una sensación de apremio y de búsqueda, una sensación que no era mía y que sin embargo debía serlo. Dormía a duras penas, ya que durante el viaje debí coger una fiebre que, aunque leve, me hacía insoportables el calor y el zumbido nocturnos.

Cuando llegué, el sol ya tenía el rojo que antecede a la noche. El pueblo era poco más que un cruce de caminos, al fondo apenas un vano horizonte. Pagué una habitación en la única fonda que había. Pregunté al dueño y a su mujer si recordaban a un hombre algo más bajo que yo pero más robusto, con el pelo algo más claro, que habría pasado por allí unos años antes. No sabían nada, pues ellos mismos no llevaban en el pueblo más que dieciocho meses, y en aquel tiempo habían visto pasar a muchos hombres, pero ninguno que se pareciese a mí o que tuviese mi acento. Normal, pensé yo, después de tanto tiempo, si hubiera venido en su momento quizá habría habido algo que hacer, pero ahora sería imposible, y de allí solo salían caminos hacia tierras aún más rojas. No quise escuchar su historia, me despedí con el pretexto de irme a la taberna a continuar con mis averiguaciones.

Ya había oscurecido. Fuera de la taberna había un grupo de hombres, que habían bebido, tirándole piedrecitas a una yegua atada al otro lado del camino y riendo. Al pasar por su lado uno de ellos tropezó conmigo. Le pregunté si no veía por dónde pisaba. Se me encaró. Tenía dos surcos muy marcados a los lados de la barbilla. Me empezó a gritar y me dio un empellón en el hombro. Instintivamente me busqué el cuchillo para asegurarme de que lo llevaba y no estaba indefenso. Al apoyar la mano en su mango vi en los ojos del otro que no había vuelta atrás.

De niños jugaba con mi hermano con unas piezas de madera que hacían las veces de navajas. Siempre me quiso explicar cómo dar un buen golpe, cómo distinguir entre los pies del oponente el que está fijo, para poder anticiparme al movimiento del otro. Me animaba hasta que yo desesperaba y entonces me dejaba ir. En cuanto sostuve el cuchillo fui consciente de su peso y también de la diferencia.

Empuñándolo, fui a su encuentro.


Nacho Martín. @nacmartin